martes, 10 de agosto de 2010

María





José Antonio Zambrano Z.



















María























Too Quy Io, Abril 2010

Estado Falcón. República Caribe Bolivariana







María



- ¡José Antonio, hijo! - me dijo con emoción y tristeza a la vez. Su cara daba un aspecto de miseria, de sufrimiento; pero su mente me recordó en cuanto me vio. Ella era mucho más joven que yo, recuerdo su piel morena, hermosa, de cuando muchacha, su semblante de mucho vigor, su pelo castaño, largo extendido, y a veces peinado en dos largas trenzas. Ella vivía, al frente de la casa de mi abuela Licha, y yo me fijaba en ella. Su belleza llamaba la atención. Pero ahora, cuando la vi, parecía una vieja; muy vieja, y me llamaba “hijo”.

Yo caminaba con una amiga por una de las calles arenosas de Chichiriviche.

La miré y al instante recordé su nombre: - María- le dije y proseguí de inmediato algo emocionado- ¿Cómo estás?

Aunque su mirada brilló por un momento, inmediatamente retornó la expresión de sufrimiento. Estaba en los huesos, los ojos exageradamente hundidos, daba la impresión de que tenía un hambre de muchos años, su ropa desteñida, descuidada al extremo. Calzaba unas chanclas de plástico viejas que al caminar le habían llenado los talones y las pantorrillas de sucio. En verdad sentí el impulso íntimo de abrazarla, pero algo me lo impidió. Ella prosiguió hablando:

-“Tan chiquito que es el mundo, nunca pensé que podría llegar a verte otra vez, sólo tenía tu imagen de cuando éramos muchachos, sin embargo al mirarte te reconocí. Si supieras que te recuerdo mucho, sobre todo desde que me dijeron que te habías ido a Inglaterra; yo me decía, “más nunca lo volveré a ver”, y fíjate, tan chiquito que es el mundo”.

Yo me había ido del pueblo cuando tenía unos dieciséis años, pero recuerdo que una vez, nuestras miradas se cruzaron y entendió que yo sentía algo por ella, y desde ese día, sus ojos de un color miel extraño, me miraban de forma especial.

Después que salí del pueblo, no nos habíamos vuelto a ver. Cuando yo regresaba, por lo menos cada fin de año, le preguntaba a mi abuela Licha sobre ella:

-¿Abuela, y María, dónde se fue?- ella notaba mi interés por María- . No sé mijo, pero Chencha, su mamá, me dijo que se había ido para Morón, a vivir con su tío Juan Ernesto.

La casa donde vivía María era de techo de paja y paredes de tabla de guano. Las tablas estaban pintadas de blanco, y en la parte baja de la pared estaba dibujado un pequeño zócalo de unos treinta centímetros de alto, de color azul oscuro. La casa era bastante vieja y se inclinaba un poco hacia la calle. Las inundaciones del río le habían falseado sus horcones. Nuestra calle, como todas las del pueblo eran de la misma tierra, y cuando eso no existían aceras de ningún tipo.

Con María, vivían su mamá Chencha y su abuela Alicia, tres mujeres solas. A Chencha le tocaba mantener a la familia y ella recurría, como oficio, a alquilar su cuerpo, eso lo sabíamos hasta los muchachos. Lo hacía con pocas personas del pueblo, que al parecer eran sus clientes fijos: dueños de bares, de bodegas, hacendados y hombres de ciertos recursos. Chencha siempre se veía bien vestida, limpia, con la boca pintada de rojo intenso, que muy pocas mujeres lo hacían en el pueblo. Era alta y delgada con un color moreno claro reluciente. Sus ojos color gris verdoso y sus largas pestañas, resaltaban gratamente de su cara y llamaban mucho la atención. Según contaban era hija de un catire holandés. María se le parecía en mucho, en cuanto a andar limpia y bien arregladita, pero no era tan linda como su madre.

Al mirar a María, me llegaron a la mente mil sentimientos:

Asocié a María con la fina arena de nuestras calles, con su vestido largo, rojo claro y una cinta del mismo color en la cintura, amarrada atrás en un lazo grande. La vi caminando lentamente por las casas del frente. Mientras se desplazaba, rozaba con un dedo los palos de la cerca y las paredes de las casas.

En las tardes tibias del pueblo, su figura luminosa contrastaba contra la sombra gris que proyectaban las casas sobre el suelo. Ella era como una aparición, algo extraño a las cosas de costumbre, su imagen resaltaba limpia en aquel ambiente de descuido y pobreza.

Ese fue el primer día que me fijé en ella, aunque había estado viéndola desde niña. Ahora recordaba; ella no jugaba con las demás muchachas del pueblo, no iba a la escuela como las otras niñas, vivía prácticamente encerrada en su casa todo el día. La puerta de su casa y la ventanita del frente permanecían siempre cerradas. Pero María, salía por las tardes; bien vestidita y se notaba que se echaba talco y colonia, que prácticamente nadie usaba en el pueblo. Ella, cuando salía, caminaba pegada de las casas, lentamente pasaba la casa de al lado, que estaba abandonada y llegaba a donde vivían tres muchachas de más o menos su edad. A veces se paraba a un lado de la puerta de sus amigas y esperaba largo rato a que salieran, casi nunca entraba. Cuando las muchachas salían, ella se ponía a ver lo que hacían, porque no intervenía en sus juegos. Las otras niñas jugaban como si ella no existiera, ella solamente las miraba. Rara vez hablaba y apenas sonreía con las carcajadas de los viejos. Se quedaba parada, detrás de unas de las sillas de la gente mayor, quienes se sentaban fuera de la casa a ver los juegos de los muchachos, o se sentaba con ellos a oír sus conversaciones.

Así fue creciendo y ya se veía que era una señorita, pero seguía con el mismo comportamiento. Yo me sentía atraído hacia su soledad y me intrigaban sus misterios: ¿Qué podría hacer en su casa encerrada todo el día? Porque su mamá tampoco sale mucho de su casa, que digamos. Chencha salía solamente a comprar escasas cosas en la bodega y a veces pasaban varios días sin que se les viera la cara a ninguna de las tres.

Una vez yo iba pasando, y estaba abierta una de las hojas de la puerta. Me detuve un rato a mirar hacia dentro; había una penumbra profunda. El piso de tierra bien barrido, la puerta que daba hacia el patio, también abierta, le daba algo de luz, pero no se veía nadie en la sala. La casa dentro, estaba dividida en dos por un tabique blancuzco, al parecer de tela gruesa; de lona. El patio, detrás, era pequeño, porque yo ya me había fijado desde el corral de al lado, donde vivía mi madrina Chea. Así que las tres personas vivían encerradas en un solo cuarto. Además, la abuela, Alicia, era loca de remate, y cuando se les escapaba, no me lo explico cómo, a lo mejor la dejaban salir intencionalmente, la loca, se ponía a recoger potes viejos por las calles y Chencha tenía que salir a buscarla por todo el pueblo, hasta que la conseguía con el poco de potes entre los brazos. Sin prisa, como con resignación, se los quitaba y los tiraba hacia algún monte, mientras la loca protestaba hablando pacíficamente. Luego, regresaban a la casa, caminando calle por calle, Chencha detrás y Alicia delante, quien al ver un pote no desperdiciaba la oportunidad, y Chencha con toda paciencia se lo quitaba, o lo agarraba antes de que lo hiciera su mamá y lo tiraba hacia cualquier lugar. La loca Alicia, en su caminar, se ponía a hablar con los palos de las empalizadas, le hablaba a alguien sin mirarla, o le hablaba al viento; a nadie. Su hija, armada de tranquilidad, esperaba a que soltara su lenguará. Alicia era negrita, pelo blanco, y de buena estatura, del tamaño de mi abuela Licha, y más o menos de la misma edad. Cuando su hija la dejaba, tranquila, se rebuscaba todos los rincones del pueblo tras su único delirio; los potes. Hablaba muy pausadamente y nunca era violenta.

Pude notar que Alicia le pasaba a un lado a María y ninguna de las dos se tomaban en cuenta, era como si no existieran la una para la otra.

Todo eso me intrigaba en verdad. ¿Qué harán en todo el día? ¿Dónde hacen la comida? –me repetía yo.

Una de las casas vecinas a la de Chencha estaba desocupada así que no podía averiguar nada por allí. Del otro lado, vivía mi madrina Chea, pero en el corral sólo se veía un poco de monte; eneas, enredaderas, juncos y pequeños mangles de río, que bordeaban todo el fondo de la casa. Solamente estaba sin hierbas un espacio muy pequeño y esa vez que me fijé, casi todo el solar estaba repleto de agua, parecía un pozo grande. De todas maneras, no se veía mucho, tendría que saltar la empalizada para poder averiguar más.

Ese mismo día recordé que por la otra calle, al fondo de la casa de Chencha, existía un terreno desocupado, allí la gente tiraba la basura, las ramas, las matas que cortaba. No me gustaba pasar mucho por esa calle, porque allí había unos cuantos perros y uno de ellos me había mordido. Me fui a pleno mediodía y llegué al sitio libre. Agarré un palo por si llegaban los perros y me puse a romper botellas de vidrio mientras caminaba, mirando hacia el corral de la casa de Chencha. Pero por entre los palos de la cerca sólo se veía el verdor de las matas. Disimuladamente me acerqué moviendo los palos con las manos. Por fin noté una pequeña puerta de unos seis palos sueltos y adentro, en el corral, se veía un angosto camino entre las ramas y el monte.

“Eso es” –pensé- “por aquí es por donde entran y salen”.

Varias veces, en horas diferentes, monté guardia en la otra calle, sentado en el suelo, golpeando la tierra con el palo que me protegía de los perros; pero ni una sola vez vi salir o entrar a nadie.

“¿Será que salen de noche, como las brujas?” pero hasta allí no podía averiguar, le tenía mucho miedo a la oscuridad.

De todas maneras, mi otra abuela, María Pepa, vivía al lado del terreno desocupado, en esa calle, pero ella casi nuca estaba en la casa porque se la pasaba todo el día en el conuco, y cuando regresaba, ya al anochecer, se acostaba inmediatamente. Yo veía a mi abuela María Pepa, a veces, solamente los domingos, días que ella no trabajaba y se dedicaba a visitar a sus hijos y nietos. Al frente de ella vivía el único marico del pueblo, en una casa grandota, con puertas y ventanas igualmente grandotas, con piso de cemento y techo de zinc del bueno.

Una tarde, iba yo saliendo de que mi abuela Licha, y al fijarme bien, María iba caminando por las casas del frente. En cuanto me vio se quedó parada mirándome, no movía ni un solo dedo. Le dije:

-Hola María.

No contestó, pero me sonrió levemente y yo seguí mi camino. Al tiempo, fue que comprendí que ella quería que yo le hablara y en esos instantes no fui capaz de entender su actitud.

Yo estudié en el extranjero y cuando regresé y visité el pueblo, después de tres años de ausencia, ya María no vivía con su mamá, ella debería tener unos quince a diecisiete años.

Después, iba muy poco a mi pueblo, nunca más vi a Alicia porque a los pocos años murió y saludé a Chencha, una sola vez, y no me reconoció. Pero en cuanto vi a María, su nombre voló a mis labios y tuve un breve sabor de recuerdos dulces.

Con el tiempo, en una de las muy frecuentes y habladas parrandas en el pueblo, supe que Chencha hacía su trabajo de noche en la casa de uno de los dos maricos del pueblo, él era el contacto con los hombres. La casa de ese señor era muy visitada de día, ya que también era el único sastre y sólo cocía ropa de hombres.

También supe que Alicia, la abuela de María, cuando joven era, esbelta, nalgona, fina y de muy buenos sentimientos. Se dedicaba a cuidar a las parturientas, y atendía a los viejos enfermos aunque no fuesen familia de ella. Se salió a vivir con un negro vecino. Pero el tipo era muy mujeriego y bebedor de aguardiente y casi siempre que llegaba borracho, le caía a golpes. El negro no hacía hijos. Alicia se cansó de tanto maltrato y regresó a su casa a vivir con sus padres. Pero al poco tiempo, un catire holandés se enamoró de ella y se pusieron a vivir juntos, ese fue el papá de Chencha. Pero el negro sentía celos del catire y un día, borracho de metra lo fue a buscar a la casa donde vivían y lo mató a cuchilladas. Dicen que los gritos de Alicia se oían en todo el pueblo mientras el negro le jugaba cuchillo a su marido. El catire era pequeñito y buena gente, Alicia lo quería de verdad y de presenciar el crimen se volvió loca. El negro huyó del pueblo, la policía no lo pudo agarrar. Las tres mujeres vivían en la misma casa de aquel asesinato.

A Chencha en verdad la criaron sus abuelos de parte de Alicia. No se supo quien fue el papá de María, aunque algunos dicen que era Picoco; un patiquín enfluzao y perfumao que vivía en el pueblo empreñando muchachas inocentes. Cuando Chencha salió embarazada, los abuelos la botaron de la casa.

Mamá también me contó:

“María tuvo que irse del pueblo porque su mamá se puso a vivir con un hombre mucho más joven que ella –ese que llamaban Caboloro. El tipo vino del llano y en cuanto llegó, a los pocos días, se enamoró de Chencha.

No pasó un mes, y Chencha mandó a su única hija para Morón. Allá vivía en la casa de su tío Juan, pero al poco tiempo, María tuvo que mudarse para la casa de otro tío que no conocía.

De Morón pasó a vivir en La Sorpresa de Puerto Cabello. Allí trabajaba limpiando casas. Sus dos primeros hijos; Maríita y Juan Ernesto eran hijos de su primo Ernesto, su primer marido. El muchacho la embarazó cuando ella tenía catorce años, allí nació Mariita, pero después que nació Juancito, se tuvieron que mudar de la casa porque ya no cabía más gente, así que se hicieron su propio rancho en La Sorpresa, en un terreno que invadieron varias familias”.

Un día Ernesto desapareció y como al año, María se metió a vivir con Yonny; El Mocho Yonny; de un dedo de la mano.

Él era mucho más joven que ella, y a los pocos meses después de mudado al rancho, el Mocho Yonny le dijo a María que estaba barrigonota:

-Mirá María, yo no estoy acostumbrado a pasar trabajo. En mi casa, a la hora que yo me levante ya mamá me tiene la comida lista, y los sábados y domingo cuando amanezco enratonao, tengo el caldito de pollo o de carne y hasta me presta rial pa´ mis curdas. Y tú aquí no tienes ni que comer. Así que me voy.

- Pero Mocho, tú también tenés que trabajar también, yo limpio cinco casas a la semana y eso no me alcanza ni pa la leche de los muchachos. No tenemos ni sillas donde sentarnos, la cocinita que me fiaron los árabes la estoy pagando y a veces me retraso hasta dos cotas. Desde que vivimos aquí tú no has trabajao ni un solo día.

- Ah no, si me vas a enrostrar que no trabajo, me voy de esta vaina, como te dije, en mi casa no necesito de nada, ni trabajo, y tengo las tres papas, y además la vecinita está más buena que el coño.

-Si, en eso es que pensás todo el tiempo, en estar acostándote con cualquiera, hasta con la madrina de Mariita y que has andao.

-A vaina chica, me voy. Y no vas a andar buscándome porque no te voy a hacer caso, pero tenés que prestarme los quince bolos del pasaje.

-Ya te dije que no tengo rial, yo me voy a pié desde aquí hasta la urbanización y tardo casi dos horas porque no tengo pal pasaje. ¿Pero Mocho, si tú te vas, quién me va a cuidar los muchachos?

-No sé, esa es vaina tuya, ya te dije que me voy.

Se levantó del catre donde estaba sentado, apartó a los dos niños ya grandecitos que estaban jugando desnudos en el piso de tierra pelada, y se marchó. Se marchó y no lo volvió a ver.

Ahora María, cuando iba a trabajar los niños se quedaban solos, y le decía a la vecina que se los viera de vez en cuando. Algunas veces tenía que dejarlos con la puerta trancada porque cuando llegaba andaban regados por el barrio.

María fue pasando de marido en marido, buscando ayuda. Total tres maridos más y cada uno le dejó su recuerdo. En cuanto la veían a punto de parir se iban.

A los muchos años después, María se cansó de vivir en los barrios de las ciudades porque hasta en Valencia vivió; en Los Guayos, y decidió regresar a su pueblo. A Mariíta la veía muy de vez en cuando, que le traía los nietos para que los conociera. A Juan lo había matado la policía en un asalto que estaba haciendo a un supermercado con dos compañeros más del barrio. Yenny su segunda hija, vivía con un malandro que estaba enconchao en Las Llaves, cerca del Puerto. María se llevó al pueblo al menorcito de unos 12 años y a Yiset de catorce, a ver si los salvaba. Pero detrás de Yiset se vinieron tres de los tipos más peligrosos del barrio, porque uno de ellos estaba enamorado de ella. A la semana de estar en el pueblo, ya habían asaltado la licorería, la panadería y el camión que reparte el gas. La policía del pueblo les tenía miedo, porque los ladrones usaban hasta ametralladoras y pistolas automáticas.

María no hallaba qué hacer para alejar los malandros del pueblo. A las tres semanas, Yiset se fue a vivir con su novio. Pero el hijo menor; Yondrys, se la pasaba todo el día en la calle y a veces llegaba completamente borracho aunque no tenía ni doce años cumplidos. Sus otros dos hijos varones; Yoel y Yesy, se metieron a policías y son los que medio la ayudan.

Esa vez, cuando vi a María en Chichiriviche, vivía con una de sus hijas, en una casa que cuidaban cerca de la playa. María, en esos días, tenía otro marido que también cuidaba casas en la playa.


Triste; me despedí de ella.

En nuestros pueblos y barriadas de América; hechos a fuerza de tetas de mujeres dolidas, no ha bastado ese inmenso amor de madre para remediar tanto malestar y tanta insensatez. Una fuerza inmensamente poderosa nos dirige hacia el mal, hacia la pobreza. Algo nos induce a dañarnos la vida y no nos damos cuenta. ¿Qué será? Tenemos de todo; petróleo, oro, agua, selvas, tierras fértiles, y vivimos esta miseria horriblemente cruel; dura. Ciegos, abandonamos nuestra inocencia ancestral plena de extraordinaria belleza para ir detrás del vivir de otros hombres. ¿Qué será lo que nos daña? … ¿Qué será carajo?