jueves, 29 de abril de 2010

ARTE. ESCRITOS. PROPUESTAS

ESCRITOS

CUENTOS ILUSTRADOS






CUENTOS
El Negrito

Cuando yo era un duende, recuerdo que era un muchachito de piel oscura que andaba desnudo, caminado por los bosques ralos de la selva. De cuerpo algo robusto, tenía el pelo negro, liso, abundante, casi un niño, no llegaba al metro de estatura, pero caminaba tranquilo, despreocupado, sin deseos de hacer nada; en paz. En verdad, en mi andar no buscaba, ni detallaba las cosas que miraba, no les daba importancia alguna, además, el tiempo parecía no existir, creo que siempre era de día. En ese bosque resaltaban los árboles altos; uno aquí y otro allá, la sombra escaseaba, y había tanta resolana que la sentía en la piel. Se veía uno que otro tronco grueso seco caído, no se oía ni un solo sonido, no había animales, el ambiente parecía extraño.

A veces me bañaba en las aguas claras y quietas de cualquier pozo que de repente aparecía entre los matorrales. Me sumergía por largo tiempo y debajo del agua me entretenía mirando las abundantes raíces de las plantas, los animalitos que nadaban apurados, las larvas y gusanos que allí vivían. Cuando me acordaba, emergía a respirar con gran placidez, y en esos momentos, en aquellos silencios profundos, aparecían como por actos de magia; ranas verdosas sobre hojas de tallas florecidas, grillos de colores y mariposas que jugueteaban y se espantaban con el ruido de las aguas que caían desde mi cuerpo.

En mi andar, a veces llegaba a esos espacios desolados y calientes de la sabana; a pleno sol mi cuerpo moreno oscuro brillaba saludable y en mi espalda resaltaba una franja blanquecina que bajaba desde la nuca, por un lado de la columna hasta llegar atrás en la cintura. También allí caminaba y caminaba sin prisa, sin rumbo definido y no sentía ni el sol, ni la brisa, ni el vapor caliente que brotaba de la tierra; pero por dentro me invadía cierta satisfacción. A la sombra de cualquier cují solitario de la sabana, me acostaba de espaldas en el suelo pelado. Con las piernas encogidas, una sobre la otra y las manos debajo de la cabeza, miraba el paso de las nubes y detallaba los tonos del azul claro del cielo lejano, o afinaba el oído para escuchar los variados cantos de las paraulatas cuando conversaban con el viento. Eso también me era muy placentero.

Pero tenía un malestar perenne; siempre sentía en las nalgas, arriba, como si estuvieran húmedas, como si siempre estuvieran mojadas. Ese era mi único pendiente. Y aunque en mi andar nada me importaba, presentía otra presencia exterior a mi que estaba en todo, que lo miraba todo pero que no me incomodaba.

También recuerdo que cuando nací, me vi muy cómodo acurrucado en mi lecho de hojas y ramas secas sobre el suelo, tenía el mismo tamaño de muchacho de ahora. En seguida me levanté y comencé a caminar. No busqué a mi mamá, yo sabía que no la iba a encontrar.

Me sentía en completa libertad, caminaba entre los animales del bosque y no me veían, de vez en cuando conseguía una que otra persona y tampoco me miraban, nadie me podía ver.

Pero una vez, le pasé cerca a una casa solitaria que estaba a orillas de la sabana, cuando ya la iba dejando atrás, desde la cocina fuera de la casa, la señora, que llevaba un vestido largo suelto y un turbante en la cabeza, me dijo:
-Mira negrito, andá a ponete tu ropa.

Yo me extrañé mucho, miraba a todos lados para ver si ella le hablaba a otra persona, pero no había más nadie. Me dio como un gran susto y emprendí una veloz carrera alejándome del lugar. En mi carrera aparecían grupos de burros y de caballos realengos que ni caso me hacían. Corrí y corrí hasta llegar a un caño de aguas verdosas, y me senté a descansar. Miraba hacia atrás y veía la cabeza grandotota enturbantá de la mujer, pero yo sabía que era mi imaginación, ella no podía alcanzarme, nadie podía alcanzarme.

La sombra abundante de los árboles y la cercanía de tanta agua, me fue tranquilizando y me dediqué a tirarle piedrecitas al agua. Y me puse a pensar: ¿por qué esa señora usaba un turbante tan grande? ¿Por qué ella si me veía? ¿Y por que yo le salí corriendo? ¿Por qué yo andaba desnudo? Pensé en tantas cosas y en uno de esos pensamientos se me apareció una muchacha catira, más alta que yo, con los ojos color de sol y una sonrisa dulce que acariciaba mis sentimientos, también oía ruidos extraños.

Imaginé muchas otras cosas raras, y cuando desperté de mis cavilaciones, yo era un hombre mayor, y manejaba un carrNegritao en una cola de carros. Andaba solo, pero sabía que criaba una familia, me miré en el espejo retrovisor y tenía el pelo enchurruscao con abundantes canas en las sienes y me dije:
-Está bien así.



El Curandero

Me contó una amiga coriana, de la península, que hace un tiempo atrás, su sobrino de unos 7 años de edad estaba enfermo de cadillos.
Los cadillos son unos nudos circulares duros que salen en la piel. Nacen pequeñitos, pero van creciendo en diámetro poco a poco y sobresalen feamente del cuerpo. Casi siempre aparecen primero en los dedos de las manos, pero a él, al sobrino, le salían en todo el cuerpo y algunos se le inflamaban y se le ponían grandotes, sobre todo en las rodillas y en los codos.
En una clínica se los estaban sacando de a tres por cada sesión, pero eso era muy costoso, y además le seguían saliendo otros en otras partes del cuerpo, o le volvían a salir en el mismo sitio.
Pasaban los meses y sus padres se desesperaban, el niño casi no iba a la escuela por que los muchachos le echaban mucha broma por la gran cantidad de chichotes.
Pero un día, cuando la del cuento venía en una buseta con el niño, una compañera de viaje le contó que en un pueblito de la península llamado Maquigua, había un curandero que quitaba los cadillos, que él hacía que se le cayeran solos y que no le volvían a salir.
Mi amiga habló con su hermana, aquella enfermedad tenía consternada a toda la familia, y a los tres días estaban en la casa del curandero al que llamaban Roco.

Roco era un señor normal, sembrador de yuca, auyamas y cambures, y cuidador de chivos.
Cuando miró al niño, en seguida les dijo:
- No se preocupen, yo lo curaré.
Y en seguida preguntó:
- ¿Cuántos cadillos tiene?, deben ser exactos en ese número.
Ya nosotros sabíamos que iba a hacer esa pregunta, así que le habíamos contado la mínima manchita.
Nosotros contestamos: -veintisiete.

El señor se metió a su cuarto y trajo un pañito de tela blanca y unas tijeras. Y le indicó al niño:
-Hijo, vaya allá afuera y traiga una hoja de hierba.
El niño regresó con una ramita y el señor prosiguió:
Bueno, comience a cortar la ramita en trocitos y las va poniendo sobre este trapito y los va contando hasta tener 27 trocitos.
El niño terminó de cortar la ramita y no llegó a veintisiete trocitos y el señor le indicó que saliera por otra.
Después de tener los veintisiete trozos, el señor le dijo:
Envuélvalas en el trapo y me las da, y el niño así lo hizo.
El señor tomó el trapo con las dos manos y se lo llevó a su cuarto. Al poco rato regresó y dijo:
- Estamos listos, dentro de 7 días se le comenzarán a caer los cadillos.
- ¿Y cuánto le debemos?
- No nada, yo les debo las gracias por haber venido a visitarme.
A los siete días, los cadillos se le comenzaron a caer, sin echar sangre y sin dejarle ni una mancha.
Le desaparecieron todos y no le han vuelto a salir.

Semanas después, la familia completa fue a visitar a Roco y le llevaron dos auyamas grandotas de regalo. Él se contentó mucho por la visita.
El Cazador de Lluvias

Con las manos juntas, abiertas hacia el cielo y los brazos extendidos, corría de un lado a otro intentando atrapar las gotas de agua de lluvia durante los aguaceros. Azaroso corría para acá y para allá, rebuscando en el aire, la mayor caída de agua, pero no conseguía llenar el cuenco de sus manos. De vez en cuando se detenía, cansado; jadeante se sentaba en el suelo intentando explicarse por qué no acumulaba agua alguna en sus manos, eso le extrañaba, aunque de inmediato proseguía su veloz carrera; cazando las gotas de agua de lluvia. A veces llegaba a los bordes de los aguaceros y enseguida regresaba para entrar de nuevo en el chaparrón. Cuando terminaba de llover se quedaba intrigado, como si le faltara algo muy necesario. Al instante de estarlo pensando comenzaba a correr sin rumbo, mirando al cielo, siguiendo el movimiento de cualquier nube o tras la sombra que ellas proyectaban sobre el suelo. Las nubes oscuras le llamaban poderosamente la atención y sin mirar donde pisaba corría en su persecución con la esperanza de recoger unas pocas gotas de agua de lluvia. Su afán aumentaba cuando se topaba con los grandes vendavales. Tantos truenos y relámpagos lo desesperaban, le inundaban el espíritu y sin saber qué hacer, detenía su carrera y de pié, levantando la cara se dedicaba a sentir el golepeteo de las grandes gotas en su cuerpo. Al final caminaba sin fuerzas, desanimado; pero al poco rato le volvía ese brillo extraño a sus ojos y emprendía su incesante búsqueda.
Un espacio plano, inmenso, las montañas altas, distantes y escasas hierbas mansas lo acompañaban en aquella amplia llanura y en el cielo, siempre existía, para él, un resplandor profundo; de día y de noche.
Vestía ropas de una misma tela, exageradamente pegadas al cuerpo; amarillentas curtidas, manchadas de lodo y sudor. Las piernas del pantalón; algo mas arriba del tobillo, las mangas de la franela hasta las muñecas y tan pegada al cuerpo que se le notaban las costillas. Porque era flacuchento, el tipo era muy flacuchento. Tenía el pelo largo, ennegrecido y abundante la barba y los bigotes. Se ceñía la frente con una tira delgada de tela color verde oscuro brillante, amarrada detrás de la cabeza. Siempre que corría, los dos extremos largos que sobraban de la tira de tela, se levantaban en el aire girando y flameando como animando al corredor. En la noche, en el cielo lejano bajo, su delgada figura resaltaba entre los resplandores de la luna grande.
Extrañamente, en las lluvias, las tiras no se mojaban, él si se mojaba, el agua le chorreaba por la ropa y por el largo cabello, y se le metía dentro de los ojos, pero eso no le molestaba para correr, ni tampoco sentía lo húmedo de la ropa, ni el frío de la brisa. Tenía corriendo muchísimos años, sus pies descalzos se habían acostumbrado a todo tipo de suelo; a las hierbas, a la arena, al lodo, a las abundantes piedrecillas.
-¿Qué quieres hacer con el agua de lluvia? –le preguntó una vez un campesino, intrigado por el empeño del cazador. Esa vez, descansaba recostado a uno de los horcones del volao de la casa del campesino.
- Debo regar mi jardín – contestó tranquilo.
-¿Y dónde está tu jardín?
- En estos momentos no lo sé, tengo tan mala memoria que hace muchos años, logré llenar mis manos con agua y cuando fui a regarlo se me había olvidado el lugar. Pero ahora lo conseguiré, estoy muy seguro de eso.
Al ver una nube blanca que pasó veloz, a muy baja altura, rápidamente se levanto y sin decir mas nada arrancó a correr tras ella.
“Ese jardín lo heredé yo de mi padre y no dejaré que se extinga, yo soy muy responsable, él siempre me lo decía: Tú eres mi hijo más responsable, mas justo, mas perseverante. La verdad es que tampoco recuerdo quienes eran mis dos hermanos, sólo sé que uno de ellos era más veloz que yo, corriendo y mucho más delgado que yo, eso es lo único que sé, yo lo sé, pero nunca lo vi. A mi otro hermano tampoco lo vi”.
Cuando pensaba en esas cosas, su semblante se tornaba serio, su padre se lo había enseñado; “los hombres deben ser serios, duros consigo mismos, deben imponerse una obra en su vida y llevarla a cabo”.
Y eso hacía él, se había impuesto una meta en su vida: buscar, conseguir agua para el jardín y si era necesario recorrer toda la tierra para llenar el cuenco de sus manos y regarlo, él lo haría; él, y le venían a su mente delirante: mil millones de árboles, selvas tupidas; inmensas, niños; muchos niños, jugueteando entre campos inundados de hermosas flores.
15 En una gigantesca tormenta de fuertes truenos y cegadores relámpagos, las enormes gotas de lluvia, rápidamente, le llenaron el cuenco de las manos, eso no le había pasado en muchos años. Con gran curiosidad se sentó en el suelo y se puso a observar el agua recolectada. La percibió cristalina, pura, inmaculada; algo venido de otros mundos; hermoso, misterioso, místico. Uno de los extremos de la tira de tela se le metió entre las manos y se mojó en el agua recogida. Enseguida pudo observar dentro del fluido, pequeños destellos de luces que titilaban en cierta armonía. Quedó maravillado de lo que pudo ver y tiró el agua sobre su cabeza dando saltos de contento. Agitando, levantando los brazos, gritaba su alegría. Algunas de las gotas, al caer tocaron la tira de tela de su cabeza y produjeron también chispas de colores. Después de un rato, ya calmado, pensativo se dijo:
- Debo estar cerca de mi jardín.
Siguió buscando aguaceros por mucho tiempo, ahora corría con una esperanza. Pero en una época hubo un sol tan fuerte que borraba todas las nubes y le mermaba el ánimo. A los días, a los meses, después de tantas y largas correrías, caminaba casi a rastras por la tierra seca, árida, desnuda. Su esfuerzo era grande, la falta de nubes se prolongaba y ya no veía los resplandores en el cielo que siempre lo acompañaban. Estaba a punto de perder su esperanza, pero de repente, se apareció un fuerte aguacero y con mucho esfuerzo, de nuevo se le llenó el cuenco de las manos. Como por encanto, inmediatamente le volvieron las fuerzas. Alegre corrió mientras lanzaba el agua hacia los aires. Las tiras de la tela que llevaba flotando detrás de su cabeza se empaparon y enseguida le aparecieron pequeñas manchas amarillas. Las tiras fueron también soltando pequeños trozos que al quedar sueltos en el aire, como aleteando, cambiaban sus vistosos colores. El se dio cuenta y se dijo:
“Debo estar cerca de mi jardín.”
Los días pasaban y el cazador se empeñaba en sus cacerías con nuevas fuerzas, como si estuviese comenzando su trabajo.
Una vez corría por sus prados debajo de una oscura nubazón, pero aun con la emoción y la velocidad que llevaba sintió la mirada de un niño que con sus grandes ojos abiertos le preguntó:
-¿Dónde vas tan deprisa? - y sin detenerse, él le contestó:
- Busco un aguacero, busco la lluvia en cualquier parte que esté, para llenarme las manos con agua y regar mi jardín.
El niño le sonrió. Lloviznaba y el corredor apresuró su carrera. Pero el niño tenía un solo calzado en uno de los pies y apoyando su pie desnudo en la hierba sintió el agrado de la frescura del agua.
El cazador también se dio cuenta de eso y se dijo:
“Debo estar cerca de mi jardín”.
Anduvo largo tiempo corriendo sin descansar tras una nube blanquecina muy cargada y prometedora de lluvia, esta vez llegó hasta un terreno bastante inclinado y ya había subido mucho. Sintió en el rostro pequeñísimas gotas de agua, rebuscó en el aire pero no llenó el cuenco de sus manos. Pudo distinguir, a lo lejos, entre la espesa neblina, extraños relámpagos diminutos y truenos lejanos, apagados, dispersos. Eran otros caminos, recordó su misión y rápidamente bajó a toda velocidad.
Persiguiendo otro aguacero llegó hasta el mar y ni cuenta se dio cuando caminaba sobre las olas. El aguacero se transformó en tormenta y rápidamente se le llenaron las manos. Alegre, como cada vez que eso sucedía tiró su agua al viento y las tiras de la tela se le mojaron. Al instante, las tiras soltaban largos trozos que en gran abundancia flotaban a lo lejos en el aire y caían al mar, pero también las tiras largaban cantidad de pedazos diminutos los cuales formaron una mancha verdusca que penetraba el océano. La aparición de una enorme ballena le hizo perder el equilibrio y sonriendo, el cazador cayó de espaldas tendido largo a largo sobre el agua. Las partículas verduscas le mancharon todo el cuerpo y pensó.
“Debo estar cerca de mi jardín”
En tierra, continuó su búsqueda y uno de esos días reflexionó, serio: ¿Qué pasará si cuando consiga un aguacero permanezco parado en un mismo lugar, sin correr?
Y así lo hizo en el siguiente aguacero que consiguió e inmediatamente las manos se le llenaron de agua. Contento, echó su agua al aire. Las tiras verdes se le multiplicaron, se alargaron y se le pegaban en todas partes del cuerpo. Algunas de ellas comenzaron a lucir pintas amarillas y al poco rato se cambiaban a rojo, a azul. Claro que él se contentó mucho más, pero notó que no podía moverse, se sentía pesado, sus delgados pies estaban sumergidos en el agua, en el lodo, en la tierra. Sus brazos se volvieron rígidos y cubiertos con la gran cantidad de cintas que le aparecieron. De su cabellera salían sueltas, alegres, más tiras pintadas, vivas. El sol le acariciaba el cuerpo y una brisa suave mecía sus tantos colores. Sintió que resplandecía. Contento sonrió y se dijo:
“Estoy en mi jardín”.

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