martes, 10 de agosto de 2010

María





José Antonio Zambrano Z.



















María























Too Quy Io, Abril 2010

Estado Falcón. República Caribe Bolivariana







María



- ¡José Antonio, hijo! - me dijo con emoción y tristeza a la vez. Su cara daba un aspecto de miseria, de sufrimiento; pero su mente me recordó en cuanto me vio. Ella era mucho más joven que yo, recuerdo su piel morena, hermosa, de cuando muchacha, su semblante de mucho vigor, su pelo castaño, largo extendido, y a veces peinado en dos largas trenzas. Ella vivía, al frente de la casa de mi abuela Licha, y yo me fijaba en ella. Su belleza llamaba la atención. Pero ahora, cuando la vi, parecía una vieja; muy vieja, y me llamaba “hijo”.

Yo caminaba con una amiga por una de las calles arenosas de Chichiriviche.

La miré y al instante recordé su nombre: - María- le dije y proseguí de inmediato algo emocionado- ¿Cómo estás?

Aunque su mirada brilló por un momento, inmediatamente retornó la expresión de sufrimiento. Estaba en los huesos, los ojos exageradamente hundidos, daba la impresión de que tenía un hambre de muchos años, su ropa desteñida, descuidada al extremo. Calzaba unas chanclas de plástico viejas que al caminar le habían llenado los talones y las pantorrillas de sucio. En verdad sentí el impulso íntimo de abrazarla, pero algo me lo impidió. Ella prosiguió hablando:

-“Tan chiquito que es el mundo, nunca pensé que podría llegar a verte otra vez, sólo tenía tu imagen de cuando éramos muchachos, sin embargo al mirarte te reconocí. Si supieras que te recuerdo mucho, sobre todo desde que me dijeron que te habías ido a Inglaterra; yo me decía, “más nunca lo volveré a ver”, y fíjate, tan chiquito que es el mundo”.

Yo me había ido del pueblo cuando tenía unos dieciséis años, pero recuerdo que una vez, nuestras miradas se cruzaron y entendió que yo sentía algo por ella, y desde ese día, sus ojos de un color miel extraño, me miraban de forma especial.

Después que salí del pueblo, no nos habíamos vuelto a ver. Cuando yo regresaba, por lo menos cada fin de año, le preguntaba a mi abuela Licha sobre ella:

-¿Abuela, y María, dónde se fue?- ella notaba mi interés por María- . No sé mijo, pero Chencha, su mamá, me dijo que se había ido para Morón, a vivir con su tío Juan Ernesto.

La casa donde vivía María era de techo de paja y paredes de tabla de guano. Las tablas estaban pintadas de blanco, y en la parte baja de la pared estaba dibujado un pequeño zócalo de unos treinta centímetros de alto, de color azul oscuro. La casa era bastante vieja y se inclinaba un poco hacia la calle. Las inundaciones del río le habían falseado sus horcones. Nuestra calle, como todas las del pueblo eran de la misma tierra, y cuando eso no existían aceras de ningún tipo.

Con María, vivían su mamá Chencha y su abuela Alicia, tres mujeres solas. A Chencha le tocaba mantener a la familia y ella recurría, como oficio, a alquilar su cuerpo, eso lo sabíamos hasta los muchachos. Lo hacía con pocas personas del pueblo, que al parecer eran sus clientes fijos: dueños de bares, de bodegas, hacendados y hombres de ciertos recursos. Chencha siempre se veía bien vestida, limpia, con la boca pintada de rojo intenso, que muy pocas mujeres lo hacían en el pueblo. Era alta y delgada con un color moreno claro reluciente. Sus ojos color gris verdoso y sus largas pestañas, resaltaban gratamente de su cara y llamaban mucho la atención. Según contaban era hija de un catire holandés. María se le parecía en mucho, en cuanto a andar limpia y bien arregladita, pero no era tan linda como su madre.

Al mirar a María, me llegaron a la mente mil sentimientos:

Asocié a María con la fina arena de nuestras calles, con su vestido largo, rojo claro y una cinta del mismo color en la cintura, amarrada atrás en un lazo grande. La vi caminando lentamente por las casas del frente. Mientras se desplazaba, rozaba con un dedo los palos de la cerca y las paredes de las casas.

En las tardes tibias del pueblo, su figura luminosa contrastaba contra la sombra gris que proyectaban las casas sobre el suelo. Ella era como una aparición, algo extraño a las cosas de costumbre, su imagen resaltaba limpia en aquel ambiente de descuido y pobreza.

Ese fue el primer día que me fijé en ella, aunque había estado viéndola desde niña. Ahora recordaba; ella no jugaba con las demás muchachas del pueblo, no iba a la escuela como las otras niñas, vivía prácticamente encerrada en su casa todo el día. La puerta de su casa y la ventanita del frente permanecían siempre cerradas. Pero María, salía por las tardes; bien vestidita y se notaba que se echaba talco y colonia, que prácticamente nadie usaba en el pueblo. Ella, cuando salía, caminaba pegada de las casas, lentamente pasaba la casa de al lado, que estaba abandonada y llegaba a donde vivían tres muchachas de más o menos su edad. A veces se paraba a un lado de la puerta de sus amigas y esperaba largo rato a que salieran, casi nunca entraba. Cuando las muchachas salían, ella se ponía a ver lo que hacían, porque no intervenía en sus juegos. Las otras niñas jugaban como si ella no existiera, ella solamente las miraba. Rara vez hablaba y apenas sonreía con las carcajadas de los viejos. Se quedaba parada, detrás de unas de las sillas de la gente mayor, quienes se sentaban fuera de la casa a ver los juegos de los muchachos, o se sentaba con ellos a oír sus conversaciones.

Así fue creciendo y ya se veía que era una señorita, pero seguía con el mismo comportamiento. Yo me sentía atraído hacia su soledad y me intrigaban sus misterios: ¿Qué podría hacer en su casa encerrada todo el día? Porque su mamá tampoco sale mucho de su casa, que digamos. Chencha salía solamente a comprar escasas cosas en la bodega y a veces pasaban varios días sin que se les viera la cara a ninguna de las tres.

Una vez yo iba pasando, y estaba abierta una de las hojas de la puerta. Me detuve un rato a mirar hacia dentro; había una penumbra profunda. El piso de tierra bien barrido, la puerta que daba hacia el patio, también abierta, le daba algo de luz, pero no se veía nadie en la sala. La casa dentro, estaba dividida en dos por un tabique blancuzco, al parecer de tela gruesa; de lona. El patio, detrás, era pequeño, porque yo ya me había fijado desde el corral de al lado, donde vivía mi madrina Chea. Así que las tres personas vivían encerradas en un solo cuarto. Además, la abuela, Alicia, era loca de remate, y cuando se les escapaba, no me lo explico cómo, a lo mejor la dejaban salir intencionalmente, la loca, se ponía a recoger potes viejos por las calles y Chencha tenía que salir a buscarla por todo el pueblo, hasta que la conseguía con el poco de potes entre los brazos. Sin prisa, como con resignación, se los quitaba y los tiraba hacia algún monte, mientras la loca protestaba hablando pacíficamente. Luego, regresaban a la casa, caminando calle por calle, Chencha detrás y Alicia delante, quien al ver un pote no desperdiciaba la oportunidad, y Chencha con toda paciencia se lo quitaba, o lo agarraba antes de que lo hiciera su mamá y lo tiraba hacia cualquier lugar. La loca Alicia, en su caminar, se ponía a hablar con los palos de las empalizadas, le hablaba a alguien sin mirarla, o le hablaba al viento; a nadie. Su hija, armada de tranquilidad, esperaba a que soltara su lenguará. Alicia era negrita, pelo blanco, y de buena estatura, del tamaño de mi abuela Licha, y más o menos de la misma edad. Cuando su hija la dejaba, tranquila, se rebuscaba todos los rincones del pueblo tras su único delirio; los potes. Hablaba muy pausadamente y nunca era violenta.

Pude notar que Alicia le pasaba a un lado a María y ninguna de las dos se tomaban en cuenta, era como si no existieran la una para la otra.

Todo eso me intrigaba en verdad. ¿Qué harán en todo el día? ¿Dónde hacen la comida? –me repetía yo.

Una de las casas vecinas a la de Chencha estaba desocupada así que no podía averiguar nada por allí. Del otro lado, vivía mi madrina Chea, pero en el corral sólo se veía un poco de monte; eneas, enredaderas, juncos y pequeños mangles de río, que bordeaban todo el fondo de la casa. Solamente estaba sin hierbas un espacio muy pequeño y esa vez que me fijé, casi todo el solar estaba repleto de agua, parecía un pozo grande. De todas maneras, no se veía mucho, tendría que saltar la empalizada para poder averiguar más.

Ese mismo día recordé que por la otra calle, al fondo de la casa de Chencha, existía un terreno desocupado, allí la gente tiraba la basura, las ramas, las matas que cortaba. No me gustaba pasar mucho por esa calle, porque allí había unos cuantos perros y uno de ellos me había mordido. Me fui a pleno mediodía y llegué al sitio libre. Agarré un palo por si llegaban los perros y me puse a romper botellas de vidrio mientras caminaba, mirando hacia el corral de la casa de Chencha. Pero por entre los palos de la cerca sólo se veía el verdor de las matas. Disimuladamente me acerqué moviendo los palos con las manos. Por fin noté una pequeña puerta de unos seis palos sueltos y adentro, en el corral, se veía un angosto camino entre las ramas y el monte.

“Eso es” –pensé- “por aquí es por donde entran y salen”.

Varias veces, en horas diferentes, monté guardia en la otra calle, sentado en el suelo, golpeando la tierra con el palo que me protegía de los perros; pero ni una sola vez vi salir o entrar a nadie.

“¿Será que salen de noche, como las brujas?” pero hasta allí no podía averiguar, le tenía mucho miedo a la oscuridad.

De todas maneras, mi otra abuela, María Pepa, vivía al lado del terreno desocupado, en esa calle, pero ella casi nuca estaba en la casa porque se la pasaba todo el día en el conuco, y cuando regresaba, ya al anochecer, se acostaba inmediatamente. Yo veía a mi abuela María Pepa, a veces, solamente los domingos, días que ella no trabajaba y se dedicaba a visitar a sus hijos y nietos. Al frente de ella vivía el único marico del pueblo, en una casa grandota, con puertas y ventanas igualmente grandotas, con piso de cemento y techo de zinc del bueno.

Una tarde, iba yo saliendo de que mi abuela Licha, y al fijarme bien, María iba caminando por las casas del frente. En cuanto me vio se quedó parada mirándome, no movía ni un solo dedo. Le dije:

-Hola María.

No contestó, pero me sonrió levemente y yo seguí mi camino. Al tiempo, fue que comprendí que ella quería que yo le hablara y en esos instantes no fui capaz de entender su actitud.

Yo estudié en el extranjero y cuando regresé y visité el pueblo, después de tres años de ausencia, ya María no vivía con su mamá, ella debería tener unos quince a diecisiete años.

Después, iba muy poco a mi pueblo, nunca más vi a Alicia porque a los pocos años murió y saludé a Chencha, una sola vez, y no me reconoció. Pero en cuanto vi a María, su nombre voló a mis labios y tuve un breve sabor de recuerdos dulces.

Con el tiempo, en una de las muy frecuentes y habladas parrandas en el pueblo, supe que Chencha hacía su trabajo de noche en la casa de uno de los dos maricos del pueblo, él era el contacto con los hombres. La casa de ese señor era muy visitada de día, ya que también era el único sastre y sólo cocía ropa de hombres.

También supe que Alicia, la abuela de María, cuando joven era, esbelta, nalgona, fina y de muy buenos sentimientos. Se dedicaba a cuidar a las parturientas, y atendía a los viejos enfermos aunque no fuesen familia de ella. Se salió a vivir con un negro vecino. Pero el tipo era muy mujeriego y bebedor de aguardiente y casi siempre que llegaba borracho, le caía a golpes. El negro no hacía hijos. Alicia se cansó de tanto maltrato y regresó a su casa a vivir con sus padres. Pero al poco tiempo, un catire holandés se enamoró de ella y se pusieron a vivir juntos, ese fue el papá de Chencha. Pero el negro sentía celos del catire y un día, borracho de metra lo fue a buscar a la casa donde vivían y lo mató a cuchilladas. Dicen que los gritos de Alicia se oían en todo el pueblo mientras el negro le jugaba cuchillo a su marido. El catire era pequeñito y buena gente, Alicia lo quería de verdad y de presenciar el crimen se volvió loca. El negro huyó del pueblo, la policía no lo pudo agarrar. Las tres mujeres vivían en la misma casa de aquel asesinato.

A Chencha en verdad la criaron sus abuelos de parte de Alicia. No se supo quien fue el papá de María, aunque algunos dicen que era Picoco; un patiquín enfluzao y perfumao que vivía en el pueblo empreñando muchachas inocentes. Cuando Chencha salió embarazada, los abuelos la botaron de la casa.

Mamá también me contó:

“María tuvo que irse del pueblo porque su mamá se puso a vivir con un hombre mucho más joven que ella –ese que llamaban Caboloro. El tipo vino del llano y en cuanto llegó, a los pocos días, se enamoró de Chencha.

No pasó un mes, y Chencha mandó a su única hija para Morón. Allá vivía en la casa de su tío Juan, pero al poco tiempo, María tuvo que mudarse para la casa de otro tío que no conocía.

De Morón pasó a vivir en La Sorpresa de Puerto Cabello. Allí trabajaba limpiando casas. Sus dos primeros hijos; Maríita y Juan Ernesto eran hijos de su primo Ernesto, su primer marido. El muchacho la embarazó cuando ella tenía catorce años, allí nació Mariita, pero después que nació Juancito, se tuvieron que mudar de la casa porque ya no cabía más gente, así que se hicieron su propio rancho en La Sorpresa, en un terreno que invadieron varias familias”.

Un día Ernesto desapareció y como al año, María se metió a vivir con Yonny; El Mocho Yonny; de un dedo de la mano.

Él era mucho más joven que ella, y a los pocos meses después de mudado al rancho, el Mocho Yonny le dijo a María que estaba barrigonota:

-Mirá María, yo no estoy acostumbrado a pasar trabajo. En mi casa, a la hora que yo me levante ya mamá me tiene la comida lista, y los sábados y domingo cuando amanezco enratonao, tengo el caldito de pollo o de carne y hasta me presta rial pa´ mis curdas. Y tú aquí no tienes ni que comer. Así que me voy.

- Pero Mocho, tú también tenés que trabajar también, yo limpio cinco casas a la semana y eso no me alcanza ni pa la leche de los muchachos. No tenemos ni sillas donde sentarnos, la cocinita que me fiaron los árabes la estoy pagando y a veces me retraso hasta dos cotas. Desde que vivimos aquí tú no has trabajao ni un solo día.

- Ah no, si me vas a enrostrar que no trabajo, me voy de esta vaina, como te dije, en mi casa no necesito de nada, ni trabajo, y tengo las tres papas, y además la vecinita está más buena que el coño.

-Si, en eso es que pensás todo el tiempo, en estar acostándote con cualquiera, hasta con la madrina de Mariita y que has andao.

-A vaina chica, me voy. Y no vas a andar buscándome porque no te voy a hacer caso, pero tenés que prestarme los quince bolos del pasaje.

-Ya te dije que no tengo rial, yo me voy a pié desde aquí hasta la urbanización y tardo casi dos horas porque no tengo pal pasaje. ¿Pero Mocho, si tú te vas, quién me va a cuidar los muchachos?

-No sé, esa es vaina tuya, ya te dije que me voy.

Se levantó del catre donde estaba sentado, apartó a los dos niños ya grandecitos que estaban jugando desnudos en el piso de tierra pelada, y se marchó. Se marchó y no lo volvió a ver.

Ahora María, cuando iba a trabajar los niños se quedaban solos, y le decía a la vecina que se los viera de vez en cuando. Algunas veces tenía que dejarlos con la puerta trancada porque cuando llegaba andaban regados por el barrio.

María fue pasando de marido en marido, buscando ayuda. Total tres maridos más y cada uno le dejó su recuerdo. En cuanto la veían a punto de parir se iban.

A los muchos años después, María se cansó de vivir en los barrios de las ciudades porque hasta en Valencia vivió; en Los Guayos, y decidió regresar a su pueblo. A Mariíta la veía muy de vez en cuando, que le traía los nietos para que los conociera. A Juan lo había matado la policía en un asalto que estaba haciendo a un supermercado con dos compañeros más del barrio. Yenny su segunda hija, vivía con un malandro que estaba enconchao en Las Llaves, cerca del Puerto. María se llevó al pueblo al menorcito de unos 12 años y a Yiset de catorce, a ver si los salvaba. Pero detrás de Yiset se vinieron tres de los tipos más peligrosos del barrio, porque uno de ellos estaba enamorado de ella. A la semana de estar en el pueblo, ya habían asaltado la licorería, la panadería y el camión que reparte el gas. La policía del pueblo les tenía miedo, porque los ladrones usaban hasta ametralladoras y pistolas automáticas.

María no hallaba qué hacer para alejar los malandros del pueblo. A las tres semanas, Yiset se fue a vivir con su novio. Pero el hijo menor; Yondrys, se la pasaba todo el día en la calle y a veces llegaba completamente borracho aunque no tenía ni doce años cumplidos. Sus otros dos hijos varones; Yoel y Yesy, se metieron a policías y son los que medio la ayudan.

Esa vez, cuando vi a María en Chichiriviche, vivía con una de sus hijas, en una casa que cuidaban cerca de la playa. María, en esos días, tenía otro marido que también cuidaba casas en la playa.


Triste; me despedí de ella.

En nuestros pueblos y barriadas de América; hechos a fuerza de tetas de mujeres dolidas, no ha bastado ese inmenso amor de madre para remediar tanto malestar y tanta insensatez. Una fuerza inmensamente poderosa nos dirige hacia el mal, hacia la pobreza. Algo nos induce a dañarnos la vida y no nos damos cuenta. ¿Qué será? Tenemos de todo; petróleo, oro, agua, selvas, tierras fértiles, y vivimos esta miseria horriblemente cruel; dura. Ciegos, abandonamos nuestra inocencia ancestral plena de extraordinaria belleza para ir detrás del vivir de otros hombres. ¿Qué será lo que nos daña? … ¿Qué será carajo?

jueves, 13 de mayo de 2010

jueves, 29 de abril de 2010

ARTE. ESCRITOS. PROPUESTAS

ESCRITOS

CUENTOS ILUSTRADOS






CUENTOS
El Negrito

Cuando yo era un duende, recuerdo que era un muchachito de piel oscura que andaba desnudo, caminado por los bosques ralos de la selva. De cuerpo algo robusto, tenía el pelo negro, liso, abundante, casi un niño, no llegaba al metro de estatura, pero caminaba tranquilo, despreocupado, sin deseos de hacer nada; en paz. En verdad, en mi andar no buscaba, ni detallaba las cosas que miraba, no les daba importancia alguna, además, el tiempo parecía no existir, creo que siempre era de día. En ese bosque resaltaban los árboles altos; uno aquí y otro allá, la sombra escaseaba, y había tanta resolana que la sentía en la piel. Se veía uno que otro tronco grueso seco caído, no se oía ni un solo sonido, no había animales, el ambiente parecía extraño.

A veces me bañaba en las aguas claras y quietas de cualquier pozo que de repente aparecía entre los matorrales. Me sumergía por largo tiempo y debajo del agua me entretenía mirando las abundantes raíces de las plantas, los animalitos que nadaban apurados, las larvas y gusanos que allí vivían. Cuando me acordaba, emergía a respirar con gran placidez, y en esos momentos, en aquellos silencios profundos, aparecían como por actos de magia; ranas verdosas sobre hojas de tallas florecidas, grillos de colores y mariposas que jugueteaban y se espantaban con el ruido de las aguas que caían desde mi cuerpo.

En mi andar, a veces llegaba a esos espacios desolados y calientes de la sabana; a pleno sol mi cuerpo moreno oscuro brillaba saludable y en mi espalda resaltaba una franja blanquecina que bajaba desde la nuca, por un lado de la columna hasta llegar atrás en la cintura. También allí caminaba y caminaba sin prisa, sin rumbo definido y no sentía ni el sol, ni la brisa, ni el vapor caliente que brotaba de la tierra; pero por dentro me invadía cierta satisfacción. A la sombra de cualquier cují solitario de la sabana, me acostaba de espaldas en el suelo pelado. Con las piernas encogidas, una sobre la otra y las manos debajo de la cabeza, miraba el paso de las nubes y detallaba los tonos del azul claro del cielo lejano, o afinaba el oído para escuchar los variados cantos de las paraulatas cuando conversaban con el viento. Eso también me era muy placentero.

Pero tenía un malestar perenne; siempre sentía en las nalgas, arriba, como si estuvieran húmedas, como si siempre estuvieran mojadas. Ese era mi único pendiente. Y aunque en mi andar nada me importaba, presentía otra presencia exterior a mi que estaba en todo, que lo miraba todo pero que no me incomodaba.

También recuerdo que cuando nací, me vi muy cómodo acurrucado en mi lecho de hojas y ramas secas sobre el suelo, tenía el mismo tamaño de muchacho de ahora. En seguida me levanté y comencé a caminar. No busqué a mi mamá, yo sabía que no la iba a encontrar.

Me sentía en completa libertad, caminaba entre los animales del bosque y no me veían, de vez en cuando conseguía una que otra persona y tampoco me miraban, nadie me podía ver.

Pero una vez, le pasé cerca a una casa solitaria que estaba a orillas de la sabana, cuando ya la iba dejando atrás, desde la cocina fuera de la casa, la señora, que llevaba un vestido largo suelto y un turbante en la cabeza, me dijo:
-Mira negrito, andá a ponete tu ropa.

Yo me extrañé mucho, miraba a todos lados para ver si ella le hablaba a otra persona, pero no había más nadie. Me dio como un gran susto y emprendí una veloz carrera alejándome del lugar. En mi carrera aparecían grupos de burros y de caballos realengos que ni caso me hacían. Corrí y corrí hasta llegar a un caño de aguas verdosas, y me senté a descansar. Miraba hacia atrás y veía la cabeza grandotota enturbantá de la mujer, pero yo sabía que era mi imaginación, ella no podía alcanzarme, nadie podía alcanzarme.

La sombra abundante de los árboles y la cercanía de tanta agua, me fue tranquilizando y me dediqué a tirarle piedrecitas al agua. Y me puse a pensar: ¿por qué esa señora usaba un turbante tan grande? ¿Por qué ella si me veía? ¿Y por que yo le salí corriendo? ¿Por qué yo andaba desnudo? Pensé en tantas cosas y en uno de esos pensamientos se me apareció una muchacha catira, más alta que yo, con los ojos color de sol y una sonrisa dulce que acariciaba mis sentimientos, también oía ruidos extraños.

Imaginé muchas otras cosas raras, y cuando desperté de mis cavilaciones, yo era un hombre mayor, y manejaba un carrNegritao en una cola de carros. Andaba solo, pero sabía que criaba una familia, me miré en el espejo retrovisor y tenía el pelo enchurruscao con abundantes canas en las sienes y me dije:
-Está bien así.



El Curandero

Me contó una amiga coriana, de la península, que hace un tiempo atrás, su sobrino de unos 7 años de edad estaba enfermo de cadillos.
Los cadillos son unos nudos circulares duros que salen en la piel. Nacen pequeñitos, pero van creciendo en diámetro poco a poco y sobresalen feamente del cuerpo. Casi siempre aparecen primero en los dedos de las manos, pero a él, al sobrino, le salían en todo el cuerpo y algunos se le inflamaban y se le ponían grandotes, sobre todo en las rodillas y en los codos.
En una clínica se los estaban sacando de a tres por cada sesión, pero eso era muy costoso, y además le seguían saliendo otros en otras partes del cuerpo, o le volvían a salir en el mismo sitio.
Pasaban los meses y sus padres se desesperaban, el niño casi no iba a la escuela por que los muchachos le echaban mucha broma por la gran cantidad de chichotes.
Pero un día, cuando la del cuento venía en una buseta con el niño, una compañera de viaje le contó que en un pueblito de la península llamado Maquigua, había un curandero que quitaba los cadillos, que él hacía que se le cayeran solos y que no le volvían a salir.
Mi amiga habló con su hermana, aquella enfermedad tenía consternada a toda la familia, y a los tres días estaban en la casa del curandero al que llamaban Roco.

Roco era un señor normal, sembrador de yuca, auyamas y cambures, y cuidador de chivos.
Cuando miró al niño, en seguida les dijo:
- No se preocupen, yo lo curaré.
Y en seguida preguntó:
- ¿Cuántos cadillos tiene?, deben ser exactos en ese número.
Ya nosotros sabíamos que iba a hacer esa pregunta, así que le habíamos contado la mínima manchita.
Nosotros contestamos: -veintisiete.

El señor se metió a su cuarto y trajo un pañito de tela blanca y unas tijeras. Y le indicó al niño:
-Hijo, vaya allá afuera y traiga una hoja de hierba.
El niño regresó con una ramita y el señor prosiguió:
Bueno, comience a cortar la ramita en trocitos y las va poniendo sobre este trapito y los va contando hasta tener 27 trocitos.
El niño terminó de cortar la ramita y no llegó a veintisiete trocitos y el señor le indicó que saliera por otra.
Después de tener los veintisiete trozos, el señor le dijo:
Envuélvalas en el trapo y me las da, y el niño así lo hizo.
El señor tomó el trapo con las dos manos y se lo llevó a su cuarto. Al poco rato regresó y dijo:
- Estamos listos, dentro de 7 días se le comenzarán a caer los cadillos.
- ¿Y cuánto le debemos?
- No nada, yo les debo las gracias por haber venido a visitarme.
A los siete días, los cadillos se le comenzaron a caer, sin echar sangre y sin dejarle ni una mancha.
Le desaparecieron todos y no le han vuelto a salir.

Semanas después, la familia completa fue a visitar a Roco y le llevaron dos auyamas grandotas de regalo. Él se contentó mucho por la visita.
El Cazador de Lluvias

Con las manos juntas, abiertas hacia el cielo y los brazos extendidos, corría de un lado a otro intentando atrapar las gotas de agua de lluvia durante los aguaceros. Azaroso corría para acá y para allá, rebuscando en el aire, la mayor caída de agua, pero no conseguía llenar el cuenco de sus manos. De vez en cuando se detenía, cansado; jadeante se sentaba en el suelo intentando explicarse por qué no acumulaba agua alguna en sus manos, eso le extrañaba, aunque de inmediato proseguía su veloz carrera; cazando las gotas de agua de lluvia. A veces llegaba a los bordes de los aguaceros y enseguida regresaba para entrar de nuevo en el chaparrón. Cuando terminaba de llover se quedaba intrigado, como si le faltara algo muy necesario. Al instante de estarlo pensando comenzaba a correr sin rumbo, mirando al cielo, siguiendo el movimiento de cualquier nube o tras la sombra que ellas proyectaban sobre el suelo. Las nubes oscuras le llamaban poderosamente la atención y sin mirar donde pisaba corría en su persecución con la esperanza de recoger unas pocas gotas de agua de lluvia. Su afán aumentaba cuando se topaba con los grandes vendavales. Tantos truenos y relámpagos lo desesperaban, le inundaban el espíritu y sin saber qué hacer, detenía su carrera y de pié, levantando la cara se dedicaba a sentir el golepeteo de las grandes gotas en su cuerpo. Al final caminaba sin fuerzas, desanimado; pero al poco rato le volvía ese brillo extraño a sus ojos y emprendía su incesante búsqueda.
Un espacio plano, inmenso, las montañas altas, distantes y escasas hierbas mansas lo acompañaban en aquella amplia llanura y en el cielo, siempre existía, para él, un resplandor profundo; de día y de noche.
Vestía ropas de una misma tela, exageradamente pegadas al cuerpo; amarillentas curtidas, manchadas de lodo y sudor. Las piernas del pantalón; algo mas arriba del tobillo, las mangas de la franela hasta las muñecas y tan pegada al cuerpo que se le notaban las costillas. Porque era flacuchento, el tipo era muy flacuchento. Tenía el pelo largo, ennegrecido y abundante la barba y los bigotes. Se ceñía la frente con una tira delgada de tela color verde oscuro brillante, amarrada detrás de la cabeza. Siempre que corría, los dos extremos largos que sobraban de la tira de tela, se levantaban en el aire girando y flameando como animando al corredor. En la noche, en el cielo lejano bajo, su delgada figura resaltaba entre los resplandores de la luna grande.
Extrañamente, en las lluvias, las tiras no se mojaban, él si se mojaba, el agua le chorreaba por la ropa y por el largo cabello, y se le metía dentro de los ojos, pero eso no le molestaba para correr, ni tampoco sentía lo húmedo de la ropa, ni el frío de la brisa. Tenía corriendo muchísimos años, sus pies descalzos se habían acostumbrado a todo tipo de suelo; a las hierbas, a la arena, al lodo, a las abundantes piedrecillas.
-¿Qué quieres hacer con el agua de lluvia? –le preguntó una vez un campesino, intrigado por el empeño del cazador. Esa vez, descansaba recostado a uno de los horcones del volao de la casa del campesino.
- Debo regar mi jardín – contestó tranquilo.
-¿Y dónde está tu jardín?
- En estos momentos no lo sé, tengo tan mala memoria que hace muchos años, logré llenar mis manos con agua y cuando fui a regarlo se me había olvidado el lugar. Pero ahora lo conseguiré, estoy muy seguro de eso.
Al ver una nube blanca que pasó veloz, a muy baja altura, rápidamente se levanto y sin decir mas nada arrancó a correr tras ella.
“Ese jardín lo heredé yo de mi padre y no dejaré que se extinga, yo soy muy responsable, él siempre me lo decía: Tú eres mi hijo más responsable, mas justo, mas perseverante. La verdad es que tampoco recuerdo quienes eran mis dos hermanos, sólo sé que uno de ellos era más veloz que yo, corriendo y mucho más delgado que yo, eso es lo único que sé, yo lo sé, pero nunca lo vi. A mi otro hermano tampoco lo vi”.
Cuando pensaba en esas cosas, su semblante se tornaba serio, su padre se lo había enseñado; “los hombres deben ser serios, duros consigo mismos, deben imponerse una obra en su vida y llevarla a cabo”.
Y eso hacía él, se había impuesto una meta en su vida: buscar, conseguir agua para el jardín y si era necesario recorrer toda la tierra para llenar el cuenco de sus manos y regarlo, él lo haría; él, y le venían a su mente delirante: mil millones de árboles, selvas tupidas; inmensas, niños; muchos niños, jugueteando entre campos inundados de hermosas flores.
15 En una gigantesca tormenta de fuertes truenos y cegadores relámpagos, las enormes gotas de lluvia, rápidamente, le llenaron el cuenco de las manos, eso no le había pasado en muchos años. Con gran curiosidad se sentó en el suelo y se puso a observar el agua recolectada. La percibió cristalina, pura, inmaculada; algo venido de otros mundos; hermoso, misterioso, místico. Uno de los extremos de la tira de tela se le metió entre las manos y se mojó en el agua recogida. Enseguida pudo observar dentro del fluido, pequeños destellos de luces que titilaban en cierta armonía. Quedó maravillado de lo que pudo ver y tiró el agua sobre su cabeza dando saltos de contento. Agitando, levantando los brazos, gritaba su alegría. Algunas de las gotas, al caer tocaron la tira de tela de su cabeza y produjeron también chispas de colores. Después de un rato, ya calmado, pensativo se dijo:
- Debo estar cerca de mi jardín.
Siguió buscando aguaceros por mucho tiempo, ahora corría con una esperanza. Pero en una época hubo un sol tan fuerte que borraba todas las nubes y le mermaba el ánimo. A los días, a los meses, después de tantas y largas correrías, caminaba casi a rastras por la tierra seca, árida, desnuda. Su esfuerzo era grande, la falta de nubes se prolongaba y ya no veía los resplandores en el cielo que siempre lo acompañaban. Estaba a punto de perder su esperanza, pero de repente, se apareció un fuerte aguacero y con mucho esfuerzo, de nuevo se le llenó el cuenco de las manos. Como por encanto, inmediatamente le volvieron las fuerzas. Alegre corrió mientras lanzaba el agua hacia los aires. Las tiras de la tela que llevaba flotando detrás de su cabeza se empaparon y enseguida le aparecieron pequeñas manchas amarillas. Las tiras fueron también soltando pequeños trozos que al quedar sueltos en el aire, como aleteando, cambiaban sus vistosos colores. El se dio cuenta y se dijo:
“Debo estar cerca de mi jardín.”
Los días pasaban y el cazador se empeñaba en sus cacerías con nuevas fuerzas, como si estuviese comenzando su trabajo.
Una vez corría por sus prados debajo de una oscura nubazón, pero aun con la emoción y la velocidad que llevaba sintió la mirada de un niño que con sus grandes ojos abiertos le preguntó:
-¿Dónde vas tan deprisa? - y sin detenerse, él le contestó:
- Busco un aguacero, busco la lluvia en cualquier parte que esté, para llenarme las manos con agua y regar mi jardín.
El niño le sonrió. Lloviznaba y el corredor apresuró su carrera. Pero el niño tenía un solo calzado en uno de los pies y apoyando su pie desnudo en la hierba sintió el agrado de la frescura del agua.
El cazador también se dio cuenta de eso y se dijo:
“Debo estar cerca de mi jardín”.
Anduvo largo tiempo corriendo sin descansar tras una nube blanquecina muy cargada y prometedora de lluvia, esta vez llegó hasta un terreno bastante inclinado y ya había subido mucho. Sintió en el rostro pequeñísimas gotas de agua, rebuscó en el aire pero no llenó el cuenco de sus manos. Pudo distinguir, a lo lejos, entre la espesa neblina, extraños relámpagos diminutos y truenos lejanos, apagados, dispersos. Eran otros caminos, recordó su misión y rápidamente bajó a toda velocidad.
Persiguiendo otro aguacero llegó hasta el mar y ni cuenta se dio cuando caminaba sobre las olas. El aguacero se transformó en tormenta y rápidamente se le llenaron las manos. Alegre, como cada vez que eso sucedía tiró su agua al viento y las tiras de la tela se le mojaron. Al instante, las tiras soltaban largos trozos que en gran abundancia flotaban a lo lejos en el aire y caían al mar, pero también las tiras largaban cantidad de pedazos diminutos los cuales formaron una mancha verdusca que penetraba el océano. La aparición de una enorme ballena le hizo perder el equilibrio y sonriendo, el cazador cayó de espaldas tendido largo a largo sobre el agua. Las partículas verduscas le mancharon todo el cuerpo y pensó.
“Debo estar cerca de mi jardín”
En tierra, continuó su búsqueda y uno de esos días reflexionó, serio: ¿Qué pasará si cuando consiga un aguacero permanezco parado en un mismo lugar, sin correr?
Y así lo hizo en el siguiente aguacero que consiguió e inmediatamente las manos se le llenaron de agua. Contento, echó su agua al aire. Las tiras verdes se le multiplicaron, se alargaron y se le pegaban en todas partes del cuerpo. Algunas de ellas comenzaron a lucir pintas amarillas y al poco rato se cambiaban a rojo, a azul. Claro que él se contentó mucho más, pero notó que no podía moverse, se sentía pesado, sus delgados pies estaban sumergidos en el agua, en el lodo, en la tierra. Sus brazos se volvieron rígidos y cubiertos con la gran cantidad de cintas que le aparecieron. De su cabellera salían sueltas, alegres, más tiras pintadas, vivas. El sol le acariciaba el cuerpo y una brisa suave mecía sus tantos colores. Sintió que resplandecía. Contento sonrió y se dijo:
“Estoy en mi jardín”.

martes, 27 de abril de 2010

Historia

Nuestra civilización aborigen; la América India, tiene mas de veinte mil años en estas tierras, y en ese largo estar, no afectó la madre tierra, la madre natura. En aquella forma de vivir nos incluíamos como otra parte mas de la naturaleza.
Después de la llegada de los europeos comenzó el deterioro de las plantas, las aguas y de todos los seres vivientes. En quinientos años los cambios han sido definitivamente drásticos en contra de las manifestaciones de la vida.
Millones de seres humanos desaparecieron llevándose con ellos secretos milenarios, miles y miles de ríos se han secado, la cantidad de vida vegetal y animal destruida es inimaginable.
Pueblos enteros fueron borrados de la faz de esta tierra. Decir Caribe, Caquetío, Jirajara, Mapubare no tiene mucha significancia hoy en día; ni en nuestras propias comunidades. La otra cultura impuesta así lo decidió y se nos acostumbró a no sentir esas palabras como las verdaderamente nuestras. Un desden, un desprecio tácito las cubre de inexistencia.
Pero está volviendo la necesidad del renacer indio, hoy la saviduría del indio se hace necesaria cada vez mas. La tecnología nos dominó y nos domina hoy, pero al parecer ese camino de apenas dos mil años no encaja con la permanencia de la vida en el planeta.
En Venezuela (que deberíamos cambiarnos ese nombre; en nuestra lengua tenemos tantos nombres hermosos para nombrarnos como grupos y como hermanos) deberíamos comenzar a escribir la otra historia de cada pueblo, de cada rincón para que vuelva la verdadera identidad. el esfuerzo que hacemos unos cuantos, en el caso del Tocuyo de la Costa, es considerable, porque nada sabemos de nosotros mismos, nuestra historia es muy corta; de ahoritica, de apenas cientos de años, porque hace 5.000 años aquí, según los europeos no había nadie, no había gente, y eso es lo que tenemos que comenzar a descubrir y darlo a conocer. Debemos permitirnos inventar... NUESTROS INVENTOS.
Las referencias sobre el vocablo Tocuyo hubo que rastrearlas desde el Tocuyo Lara y Barquisimeto donde contactamos a las hermanas Italia y Sonia Cámpora Betancourt quienes nos facilitaron los textos de Fidel. Desde Mèrida, nuestro extrañable amigo Ernesto Ruiz Guevara fue el contacto.
Según el Barinés de Puerto Nutrias Fidel Betancour Martínez (1897), en su libro Dialectos-Vocablos de Lenguas Caribes (1999), el vocablo TOCUYO (TO-QUY-YO) es de origen caribe y está compuesto por
TOO: Que significa claridad, luz del día, el sol, cometa, aerolito, estrella fugaz.
QUY: Animalitos muchos y feos (luciérnagas), batracios.
YO: Volar.

En el caso de los Tocuyanos de la Costa nuestra descendencia está ligada a los Jirajaras que ocupaban las riveras del río Tocuyo, bajando desde el Páramo Cendé por las cerranias de Trujillo y Lara hasta la costa caribe.

lunes, 26 de abril de 2010

Saludo a los Amigos de Tocuyo de la Costa

TITULO DE LA PUBLICACIÓN: Había una Vez un Cristofué.
Número de Páginas: 45
Año: 1994
Kariña Editores. Mérida.
El cristofué nunca imaginó que hubiese un mundo tan diferente al bosque donde había nacido. y que ese mundo avanzara hacia los confines de su bosque. Que se acabaran los lugares que lo cobijaron, donde antes podía cantar y celebrar los ritos de sus vuelos...
¿Tendremos que acostumbrarnos a "vivir" sin el canto de los pájaros, sin flores, sin un cielo límpido, sin el aroma de los campos silvestres... ? Todas estas incognitas nos vienen al terminar de leer HABÍA UNA VEZ UN CRISTOFUÉ.


Título: Aaanná Kari´ña. Somos Caribes.
Año: 2002
152 páginas
Tocuyo de la Costa. Estado Falcón
Bony Vary Petar Kari´ña
(En Nuetra Nación Caribe)
Resumen: La destrucción de las culturas autóctonas de América es el mayor cataclismo de que se tenga idea en la historia de la humanidad. Mas de cien millones de vidas desaparecieron en pocos años de conquista y coloniajeEl daño no solo se produjo a nivel de pérdidas humanas sino en el saqueo inmenso de los bienes nateriales dejándonos sin nada, y peor aun en el ensañamiento y destrucción de las costumbres, religiones, idiomas y de la forma de ser y de vivir de nuestros ancestros...
Éramos tantos...
"Mil palabras no bastan para nombrarnos"
"Mil lágrimas no sanan este dolor amaego"
"Y cantábamos...
"Poemas Nuestro"
"Y estaban nuestras mujeres y sus hijos"...




Título de la publicación: RAICES DE PUEBLO
AÑO: 1998
496 PÁGINAS
TOCUYO DE LA COSTA. ESTADO FALCÓN. REPÚBLICA BOLIVARIANA.
Resumen: Historia, costumbres, elementos geográficos, cultivos, plantas y animales, palabras en desuso, religión y creencias, lo cultural, lo social y lo mágico.














Pensamiento indio










El hombre no es un creador ni dueño de nada, ni de las cosas ni de sus vidas, es un cuidador por mandato de los espíritus





El mundo es una dimensión atemporal, que incluye al mismo tiempo el ayer, hoy y siempre como también a las fuerzas originales creadoras de los seres espirituales a la creación de las cosas materiales, con sus respectivos pasos, acompañados de la ley, los códigos y las funciones asociadas al proceso.





Muchos de los conocimientos indígenas se acompañan de un conjunto de principios morales relacionados con niveles de conciencia y energéticos específicos. En esos campos sutiles radica la fuerza de su conocimiento.





Cosmogonía y cosmovisión.